De
Perrault a Martín Gaite, Lewis Carroll y otros vericuetos del bosque.
“Tanto los
lugares como las personas, como los libros, aún a riesgo de perderse por ellos,
hay que atreverse a leerlos uno mismo. Simplemente dejándolos ser.”
Carmen Martín
Gaite
Cuando el curso pasado preparaba mi cesta de Caperucitas
para la Maratón de cuentos del cole, presté atención a la versión de Carmen
Martín Gaite siempre a la espera, en su estante de la biblioteca, de que
alguien de Secundaria la solicitara para una lectura obligatoria. Y ya sabemos
que no puede haber peor comienzo que la imposición a la hora de coger un libro.
Ojalá estas líneas despierten en alguna de
vosotras, de vosotros, la curiosidad y el deseo de viajar por sus páginas.
Carmen Martín Gaite, de la que celebramos este
año el centenario de su nacimiento, es una figura clave
en la literatura española del S.XX con una extensa obra que abarca narrativa,
ensayo, teatro, poesía (participa en los recitales poéticos del
Café Manuela en el barrio de Malasaña de Madrid y algunos de sus poemas se
convierten en canción en la voz de su amigo Amancio Prada), guiones de cine y televisión (en la serie “Celia”, con guion
suyo y del director José Luis Borau, llega a aparecer como sor Gaitera, un personaje creado para ella), traducciones, artículos y sus maravillosas conferencias en las que reflexiona sobre la creación literaria.

La personalidad y la obra de Martín Gaite -perteneciente a la llamada generación de los cincuenta junto a otros autores y autoras que
compartieron infancia de postguerra como Ignacio Aldecoa, Rafael Sánchez
Ferlosio (su marido durante 17 años), Juan Benet, Carmen Laforet y Ana María
Matute (en la imagen, las tres ganadoras del premio Nadal; a la derecha, la primera
en recibirlo, Carmen Laforet en 1945, a la izquierda, Carmen Martín Gaite, y en
el centro Ana María Matute, de la que también celebramos centenario, galardonada en el 59)-siempre despertó mi admiración. Leer Entre
visillos y El cuarto de atrás en mi adolescencia, premiados con el Nadal en
1957 y el Nacional de Literatura en 1978, hizo que me sintiera menos
incomprendida y sola en la sensación asfixiante de crecer, apenas estrenada la
España democrática, en una pequeña ciudad de provincias.
Gaite continúa recibiendo los más prestigiosos premios
(Premio Anagrama de ensayo 1986, Príncipe de Asturias de las Letras 1988, Nacional
de las Letras Españolas 1.994) y yo seguí leyendo toda obra suya que cayera en
mis manos.
Pero, después de tanto tiempo, ya no recordaba Caperucita en
Manhattan y sentía necesidad de hacerlo.
Me atrapó, aún antes de empezar, por la primera
ilustración del libro realizada a plumilla por la autora, su dedicatoria a Juan
Carlos Eguillor “en aquel verano horrible”. ¿Qué manera era esta de empezar un
cuento?
Caperucita en Manhattan está dividida en dos partes: Sueños de libertad
y La Aventura. La primera empieza con esta cita de Elena Fortún en la
inolvidable Celia en el colegio; el primer libro que recibí como regalo
y que se convirtió en mi referente de rebeldía y libertad hasta conocer Pippi
Calzaslargas.
“A veces lo que sueño creo que es verdad, y lo
que me pasa me parece que lo he soñado antes… Además, lo que ha pasado no está
escrito en ninguna parte y al fin se olvida. En cambio, lo que está escrito es
como si hubiera pasado siempre."
Comienza la presentación de la protagonista,
Sara Allen, con nombre y apellido, y la descripción detallada del lugar en el
que vive rompiendo así la imprecisión de los cuentos tradicionales. Sonrío con
la imagen de Manhattan como “una isla en forma de jamón con un pastel de
espinacas en el centro que se llama Central Park”.
Pero mi cabeza vuelve una y otra vez al nombre de la dedicatoria, Juan
Carlos
Eguillor, Juan Carlos Eguillor…
¿de qué me suena? Tardo en recordar que es el ilustrador de
La boutique fantasque escrita por Carmen Santonja, un audio libro con una historia fantástica en el espacio, que recogíamos en “De casa en casa” como uno de los 15 libros más prestados en nuestra biblioteca y que hemos representado varias veces con marionetas construidas en el aula.
¿Qué relación tenía este ilustrador con Carmen Martín Gaite? ¿Qué ocurriría aquel verano? Ya estoy metida en el bosque.
Carmen, Carmiña (para los amigos), Calila (como la llamaba su hija Marta) mantiene un contacto regular con diversas universidades de Estados Unidos, como profesora invitada o conferenciante, desde que viaja por primera vez en 1979 para participar en un congreso de literatura española contemporánea y se aloja en Manhattan, lo que le permite cumplir su sueño infantil de perderse entre los rascacielos de Nueva York y ver de cerca la Estatua de la Libertad.
El verano de 1985, al que se refiere la dedicatoria, acepta un puesto de profesora visitante en Vassar College. Hace apenas unos meses que ha muerto su hija, con la que mantenía una estrecha relación de complicidad en la vida y como interlocutora ideal de su obra.
Marta había sido educada de manera no
convencional. A los seis años, sus padres, Carmen y Rafael, le consultan si quiere
ir a la escuela o recibir un profesor particular en casa y asistir a clases de
idiomas. Licenciada en Filología Inglesa, traductora de Kipling, Gerald
Durrell, Truman Capote y Patricia Highsmith, vive el ambiente de modernidad de
los 80 y el coqueteo con la heroína que le llevó a contraer el sida y provocó
su muerte por neumonía a los 29 años.
“Carmen se sentía derrotada, perdida; no sabía ni adónde iba”, cuenta
su hermana Ana María que llama a su amigo Eguillor para que vaya a esperarla al
aeropuerto y la acoja unos días en su apartamento de Nueva York.
Juan Carlos Eguillor, Premio Nacional de Ilustración
Infantil 1983, intenta animarla para que vuelva a escribir y le pide el texto
para unas viñetas de una caperucita que está haciendo.
“Juan Carlos se ponía a dibujar, de
espaldas, en el pupitre inclinado, y hablaba conmigo. Ha inventado una historia
de una niña de Brooklyn con impermeable rojo, que los viernes va con su madre a
llevarle una tarta de fresa a su abuelita que vive en Manhattan. Una noche se
atreve a ir ella sola y desde ese momento se convierte en una especie de
Caperucita Roja perdida en Nueva York y se encuentra al rey de las tartas que
es el lobo. Me enseñó algunos de los dibujos que tiene, que son preciosos, pero
la historia no la sabe escribir. Yo empecé a dictársela de otra manera, nos
pusimos a escribirla juntos y se nos ocurrían muchas cosas nuevas entre los
dos, nos reíamos mucho, ¡qué majo y divertido es Juan Carlos!”
Estos días con Eguillor suponen una tregua para
Carmiña -que continúa desarrollando la idea inicial hasta su publicación en
1990, con sus propias ilustraciones, por la editorial Siruela- y le abren una puerta para vivir el duelo a
través de lo literario. Lo extraordinario es que, en ese contexto, elija hacer un canto a la vida y a la libertad.
Carmen Martín Gaite conocía en profundidad la
Caperucita de Perrault ilustrada por Doré por sus recuerdos de infancia y
porque traduce del francés los cuentos de Perrault: Cuentos de hadas, y
del inglés los Cuentos de hadas victorianos. Y parte de esa estructura
del cuento tradicional para construir Caperucita en Manhattan pero
introduciendo desde el primer capítulo algunas diferencias esenciales, como
suprimir la imprecisión al armar a sus personajes de una biografía y al
describir meticulosamente el espacio. Como ya comentamos, Martín Gaite nos
sitúa en una realidad urbana y concreta -Manhattan va a ser la versión moderna
del bosque tradicional- con unos personajes bien definidos; la niña es Sara
Allen, la madre, Vivien Allen, la abuela, Rebeca Little conocida como Gloria
Star cuando era cantante de music-hall y el lobo, Mister Wolf. Y en esta
realidad aparece ya el elemento de extrañeza en lo cotidiano, el misterio y el
deseo que va a desencadenar la acción, la estatua de la Libertad:
“Por las noches, aburrida de que la hayan
retratado tantas veces durante el día, se duerme sin que nadie lo note. Y
entonces empiezan a pasar cosas raras. (…) Y es que cuando la estatua de la
Libertad cierra los ojos, les pasa a los niños sin sueño de Brooklyn la
antorcha de su vigilia. Pero esto no lo sabe nadie. Es un secreto.”

Sara Allen es una niña pecosa de diez años que siempre
ha sabido ver lo extraordinario en lo cotidiano. En la primera parte, fantasea
con Aurelio Roncali, propietario de El Reino de los libros y antiguo
novio de su abuela (al que tiene que inventarse porque solo ha oído hablar de
él entre susurros) del que recibe tres regalos -objetos mágicos- que serán claves
para el desarrollo de su personalidad y de la historia: un rompecabezas que
despierta su amor por el juego con letras y palabras, un plano detallado de
Manhattan y los tres primeros libros que alientan su sueño de aventura y conectan
y amplifican ese símbolo de libertad; Robinson Crusoe, Alicia en el país de
las Maravillas y Caperucita:
“La aventura principal era la de que fueran por
el mundo solos, sin una madre ni un padre que los llevaran cogidos de la mano,
haciéndoles advertencias y prohibiéndoles cosas. Por el agua, por el aire, por
un bosque, pero ellos solos. Libres. Y naturalmente podían hablar con los
animales, eso a Sara le parecía lógico. Y que Alicia cambiara de tamaño, porque
a ella en sueños también le pasaba. Y que el señor Robinson viviera en una
isla, como la estatua de la Libertad. Todo tenía que ver con la libertad. “
Sara tiene dos modelos opuestos de feminidad: la
madre representa el temor y lo ordinario y su abuela, la libertad y lo
extraordinario. Sara encuentra en su abuela una interlocutora que la escucha y
tiene cosas interesantes que contar. También descubre en su casa la
«Verdadera receta de la tarta de fresa, tal como me la enseñó en mi infancia
Rebeca Little, mi madre.» convirtiendo, lo que ha sido hasta entonces el
símbolo del hastío por lo repetitivo, en un secreto que despierta su curiosidad.
En la segunda parte de la novela, que sigue el
esquema tradicional del viaje del héroe, La Aventura, aparece la otra
interlocutora femenina que ayuda a Sara en su búsqueda de la madurez, la libertad
y el conocimiento, Miss Lunatic.
“A veces las preguntas, hija mía, contienen la
respuesta más exacta-contestó la anciana sonriendo.”
Es un personaje fantástico en el límite entre realidad
y ficción, con aspecto de vagabunda estrafalaria, que sabe contar historias, escuchar
y mirar. Ella sabe ver a Sara como Caperucita Roja y Sara también es capaz de
reconocer en Miss Lunatic un milagro. Hay una profunda conexión entre ellas.
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Carmen hija y Carmen madre |
He leído alguna vez que Caperucita en
Manhattan nace de la necesidad de entender que las hijas a veces se pierden
de camino a casa de sus abuelas, pero yo creo que Caperucita en esta historia somos
todas, Marta y Calila, madres e hijas; abuelas, en esa necesidad de salir de lo
conocido, de los roles transmitidos de generación en generación, de ese
ambiente opresivo que castra nuestros sueños, cruzando un bosque – perdiéndonos
en él, como se reconoce Carmen en la dedicatoria de su novela– para construir nuestra
propia identidad desde esos vínculos intergeneracionales.
Y llegamos al último capítulo titulado «Happy
end, pero sin cerrar» porque ya
hemos dicho que ni Sara ni Carmiña están de acuerdo con los finales cerrados y
moralizantes de los cuentos tradicionales. Calila busca el final abierto que le
permita expresar las preguntas que le genera “la cornada”, como ella misma
dice, que acaba de recibir, disipar las dudas o alejar la culpa -pone en boca de Miss Lunatic, “Por
favor, hija, remordimientos, ¡Qué palabra tan fea!”- que pueda generarle cómo han gestionado, ella y Marta,
su libertad.
Caperucita en Manhattan corrige los finales equivocados de Robinson
Crusoe, Sara no vuelve a casa y permanece en la isla, de Caperucita,
el lobo no se come a la niña -ni tan siquiera es ella el objeto de su deseo,
sino la tarta de fresa y, más tarde, la abuela que termina “devorada” en brazos de Mister Wolf- y, por último, de Alicia, cuyo final no puede ser que todo había sido un sueño.
Calila se aleja de Perrault y vuelve para su
desenlace a Lewis Carroll, del que ya ha tomado un elemento fundamental para la
construcción de su protagonista, la seducción por el juego y la magia de las
palabras, por el non sense, en las farfanías que inventaba y tanta felicidad le
producían.
“Miranfú- repetía Sara entre dientes como si
rezara, Miranfú.” Y los ojos se le iban llenando de lágrimas.”
El porqué de conectar con este autor ya estaba en
la dedicatoria de El cuarto de atrás:
“Para Lewis Carroll, que todavía nos consuela de
tanta cordura y nos acoge en su mundo al revés.”
Así, Sara Allen, como Alicia, se arroja al
pasadizo que la lleva a la Libertad.
“Y que cada uno ahí lea lo que quiera”
dice Calila
cuando le preguntan sobre el final feliz de su novela.