“Las palabras no son exactas, guardan significados
ocultos para cada uno de nosotros, guardan una vida interior, un mundo. Un
bosque. Y ese es el misterio que nos golpea y nos hiere: la palabra que
incendia.”
Han pasado ya seis años desde que
conocimos en persona a la escritora Mónica Rodríguez y escuchamos su
conferencia "En lo más oscuro del bosque" en
el XV Encuentro de Animadores a la lectura de Arenas de San Pedro. También
desde que iniciamos un diálogo madre-hija sobre Biografía de un Cuerpo compartiendo
opiniones y reflexiones que dieron lugar a una de las entradas más visitadas de
este blog.
Desde entonces, la obra de Mónica ha
crecido en cantidad, con más de 80 títulos publicados, en variedad (cómic,
novela ilustrada, álbum ilustrado, poesía y teatro) y en
reconocimientos, entre los que destacan en 2024 -después de la
concesión del premio Cervantes Chico 2018 por el conjunto de su obra- el
Premio Nacional de LIJ por Umiko y premio Fundación
Cuatro Gatos por La niña de los pájaros.
Su última publicación es un álbum ilustrado. Bajo el asfalto, la
flor, resulta tan evocador y sugerente desde el mismo título, que no
puedo evitar ir a su encuentro. El
libro elige al lector.
La fuerza de la ilustración de la
cubierta, con ese cromatismo de verdes, azules y amarillos dirige la mirada al
centro de una flor que fija en la nuestra su mirada. Y ese niño… qué tristeza
rezuma su figura en un cuerpo sin apenas líneas de contorno, del que no
vemos las manos, solo pies descalzos y una cara. Una cara que mira con asombro
hacia lo alto, de espaldas a la flor.
Mónica Rodríguez ha
contado en varias ocasiones que la idea de Bajo el asfalto, la flor surgió
cuando Rocío Araya y ella planeaban hacer un libro juntas y Rocío le habló de
una canción de Georges Moustaki “Il y avait un jardin” que el músico dedicaba a
“los niños que nacen y viven entre el hierro y el alquitrán, el hormigón y el
asfalto y que, tal vez, no sabrán jamás que la tierra fue un jardín”.
León, el protagonista del texto de Mónica sí lo sabe y puede
escuchar las voces de los árboles y de la flor, su confidente, a la que llamará
Camila, como el amor que ha tenido que dejar atrás. Llegó en la carreta con su
familia de vendedores ambulantes y montaron su tienda en el lugar donde ahora
hay una calle de cemento, cuando aún no había ciudad, solo árboles, solo el
río:
“El viento sin
nombre sacudía los prados y el árbol que estaba donde la farola agitaba sus
ramas. Todos los árboles hablaban. Nosotros, aquí, en la ciudad, no podemos
oírlos, pero León sí que los oía. Y también veía las estrellas porque no había
luces de farolas ni ventanas encendidas. León se echaba en los prados, junto a
la flor dormida, y miraba las estrellas y escuchaba a los árboles. Entonces
pensaba en Camila.”
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| Mónica Rodríguez y Rocío Araya (en la imagen con otro título ilustrado por ella en la editorial A fin de cuentos) |
En Bajo el asfalto, la flor -editado por A fin de cuentos-
el texto de Mónica Rodríguez, poético, sugerente y evocador, como ya he dicho,
completa su nostálgica belleza con las potentes ilustraciones de Rocío Araya;
sus cromatismos, sus texturas, sus contornos con manchas de color.
En las guardas delanteras encontramos un paisaje gris, desolado,
todo de hormigón y en las traseras, en las grietas del asfalto ha crecido una
inmensa flor. Bajo el asfalto, la flor parece prometer que hay esperanza en la
tristeza.
“Bajo el asfalto,
hubo una vez una flor. Y junto a la flor, un valle. Allí, donde está la farola
de hierro había un árbol grande como un bosque, y había también un bosque y un
viento que venía del sur y que no tenía nombre.”
En la primera doble página, el texto describe lo que había en ese
paisaje gris, pero que no está en la ilustración, en contraste con la siguiente en la que todo es verdor y aguas cristalinas y en la que aparece
la carreta de la familia errante, llena de vida en su interior, conducida por
el abuelo.

El ritmo de la narración se pausa para
que podamos imaginar cómo es y cómo vive esta familia dejando espacio al texto de Mónica sobre la
página en blanco a la izquierda y la ilustración a sangre a la
derecha: un cielo azul cuajado de estrellas que se convierte en
negro en las siluetas de los árboles con los niños mirando al cielo y vislumbrando
en las sombras los personajes de las historias narradas por el abuelo alrededor
del fuego con esa misma mirada que tenía el niño en la
cubierta.
Y al pasar la página encontramos a
León, sumergido en un paisaje luminoso con los
pies descalzos sobre la hierba y la flor a la que protege y cuenta sus
secretos, con el texto a la derecha.
“Durante el tiempo que estuvieron aquí acampados, de
camino a los pueblos del sur, cuidó de que sus hermanos no la pisotearan ni de
que la mula se la comiera ni de que Amara, que era joven y caprichosa, la
arrancara para ponérsela en las trenzas.”

Volvemos a dos dobles páginas a sangre en las que predominan los tonos
cálidos -reflejo del rico mundo interior de León lleno de sensibilidad y amor por lo que le
rodea- aunque nos esté contando una historia de renuncia y pérdida. Un choque
entre sus sentimientos y los intereses de su familia que necesita ir de pueblo
en pueblo para poder sobrevivir, siempre en movimiento, sin caer en
sentimentalismos ni ataduras:
“Un día mi padre la
vendió. A la burrita, a Brisa, sí, la vendió. Las mujeres hicieron fiesta con
las monedas ganadas, pero yo no podía comer, tenía un no sé qué en la garganta
que no me dejaba. Estaba triste como cuando lo de Camila. Algún día te hablaré
de Camila.”
Y de nuevo, el texto sobre blanco, a la izquierda, y la
ilustración en cromatismo de verdes y azules hasta el negro de la noche, a la
derecha:
“León se echaba en
los prados, junto a la flor dormida, y miraba las estrellas y escuchaba a los
árboles. Entonces pensaba en Camila. En los ojos de Camila. En sus dedos tan
blancos que una vez entrelazó entre los suyos.”
El álbum mantiene la narrativa a doble página hasta terminar la
historia como había comenzado, de manera circular, en una ciudad - “Esta que
ves. Esta por la que caminamos sin dejar huella porque es toda cemento. Gris y
fría como los sueños cuando no soñamos”- pero con la flor que emerge, victoriosa, entre las grietas del cemento.
Y la música de Moustaki vuelve a resonar en mi cabeza:
“Había un jardín grande como un valle, podíamos alimentarnos en
todas las estaciones, sobre la tierra ardiente o la tierra helada y descubrir
flores que no tenían nombre. Había un jardín al que llamábamos LA TIERRA.”
Este año, Mónica Rodríguez ha sido
autora imprescindible en el cole y quiero recomendar, muy cerquita ya del final
de curso, Bajo el asfalto, la flor, por la rica experiencia que proporciona tanto en una lectura
compartida en voz alta en el aula - Podemos sentir el ritmo que marca
el paso de la página y los giros del lenguaje hacen que el lector sienta cómo
el narrador se dirige a él, lo sienta próximo, creíble, y se sumerja de
inmediato en la historia que le está contando- como en la conversación
que provoca en el grupo -queda la intriga de quién es el
narrador ¿Será el propio León recordando su infancia? ¿Qué ocurriría con
Camila? ¿Y con los otros niños? ¿Hay personas errantes en la actualidad? …- , como
en el deseo de una lectura más íntima y personal en casa o en los
momentos en que se hace lectura silenciosa en el aula o en la biblioteca.
Tanto
elijas una modalidad u otra, o ambas...
¡Feliz lectura!
Y Feliz descanso!
Para conocer mejor a Rocío Ayara puedes leer este otro y esta entrevista de "Un periodista en el bolsillo" sobre su trabajo en Bajo el asfalto, la flor.